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viernes, 19 de abril de 2019
La Casa de Jack un texto de Gonzalo Hurtado
La última obra del controvertido director danés Lars Von
Trier, marca la pauta de un realizador que quiso forjar su camino desde
la vanguardia, pero terminó sometido al mandato de la extravagancia y
sus propios demonios en forma de un tratado que enaltece la misoginia
desde la banal visión de un asesino en serie.
Con una larga trayectoria que se remonta a fines de los sesentas,
Lars Von Trier no era ningún novato cuando quiso dejar huella como el
iconoclasta de la época y se mandó en 1995 junto a Thomas Vinterberg a
lanzar un manifiesto y crear el movimiento “Dogma”, un rescate del cine
en su estado más puro, que buscaba evitar la artificialidad y el
intervencionismo de la imagen y las historias, en favor de una búsqueda
de lo natural y romper con las fórmulas contaminantes a las que nos
tiene acostumbrados la gran industria.
En sus diez años de duración, el manifiesto dejó interesantes obras que encontraron eco mundial (La celebración
(1998) de Vinterberg debe ser la más destacada), pero el movimiento no
tuvo la trascendencia de otros que siguen siendo seguidos con gran
interés como la Nouvelle Vague francesa, el Manifiesto de Oberhausen del nuevo cine alemán o incluso el Cinema Novo brasileño.
Pronto, Von Trier comenzó a producir obras que rompían el cánon de ese
estado de “pureza” que tanto reclamaba, mostrando de parte suya al Dogma
más como un capricho personal y una forma de llamar la atención, que
como un arte sinceramente comprometido. Así, películas como Contra viento y marea (1996) y Bailarina en la oscuridad
(2000) no respetaron esas premisas, pero sí consiguieron sellar la fama
del director como un artista notable al buscar historias que con un
aliento delirante llegaban a la exaltación poética de la imagen.
En el tiempo presente y con un Von Trier que arrastra tras de sí
acusaciones de acoso sexual de la cantante Björk durante el rodaje de “Bailarina…”
y desafortunadas declaraciones durante el festival de Cannes 2011 en
las que dijo que “entendía a Hitler a pesar que hizo cosas equivocadas”,
no hizo sino sacarse la careta para exponerse no como un vanguardista,
sino más bien como un radical escondido detrás de semejante disfraz. El
asistir al estreno de La casa de Jack no hace
sino calzar en esa visión, donde una crónica de largo aliento sobre un
asesino serial (apodado por los medios como “El Señor Sofisticación”),
no supone una introspección que nos revele el devenir del criminal desde
una crítica de lo social, sino más bien un afán de hurgar a través de
sus chocantes actos para redundar en un sentimiento de odio visceral
hacia el género femenino. No importa si son ejecutivas con buena
educación, madres de familia entregadas, muchachas en busca de una cita o
una rubia “tonta”. Von Trier barre con todos los arquetipos de la
femineidad para cebarse en ellos con absoluto desprecio. No importa si
la mujer es tonta o es muy pensante. Todas ellas parecen merecedoras de
su suerte por el simple hecho de calificar como víctimas.
Matt Dillon y Bruno Ganz en La casa de Jack
Jack (Matt Dillon, justificando su tenebroso rictus), un ingeniero
que no logra concretar su búsqueda artística a través de la creación de
una casa, decide construir los cimientos de una obra mayor a partir de
sus propios asesinatos, recurriendo como justificación a su objetivo a
su propia interpretación del arte desde la filosofía e, incluso, desde
su particular visión de la sociedad desde iconos que van del nazismo al
comunismo. A final de cuentas, las masacres fueron maneras de tratar de
construir un mundo y lo que Jack propone, puede resultar insignificante
ante los grandes crímenes históricos, y por lo tanto, menos terrible y
más “comprensible”. Jack no termina representando un síntoma de una
sociedad enferma ni la consecuencia de las causas injustas de esta sobre
los individuos, sino es el instrumento del propio realizador para
exponer con enorme ego y rabia, su extravagancia personal para dar
rienda suelta a detalles que lejos de graficar el estado de su
protagonista, apuntan más a desatar su morbo personal a través de actos
terribles que parecieran buscar una sombra de humor negro del más pésimo
gusto detrás de las atrocidades a las que somos testigos y con una
coartada final con aliento surrealista que no llega a cuajar.
Matt Dillon en La casa de Jack
Semejante festín de violencia gratuita y superficialidad, es coronado
con las conversaciones que Jack mantiene con un ente superior (el
desaparecido actor Bruno Ganz, lo único rescatable de esta soporífera
historia), quien desde su rol actúa como una suerte de conciencia que
enfrenta la demencialidad del asesino, mirándolo con la misma
condescendencia que a cualquier criminal histórico. Así, La casa de Jack termina
siendo la obra más prescindible de Von Trier, quien al verse expuesto
en sus propias intenciones frente a la comunidad cinematográfica, parece
haber perdido todo pudor y usa esta película como un vehículo para
desfogar sus propios fantasmas personales, aquellos que solo lo alejan
de la búsqueda artística (¿cómo al propio Jack?) y lo hacen afirmar un
discurso misógino y radical detrás de una falsa vanguardia que ha tenido
una tibia recepción mundial gracias a 2 horas y 32 minutos a los que
les sobra mucho. En el colmo de la soberbia, Von Trier tendría una
versión mucho más extendida, a la medida de su propio ego…
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